La
esencia del diálogo: escucha, palabra y silencios
El milagro del diálogo lo produce la acertada
combinación de estos tres elementos: escucha atenta, habla adecuada, oportunos
silencios. En un diálogo equilibrado y
maduro, ninguno de estos tres elementos es más importante que el otro y los
tres son igualmente necesarios. Hay una
máxima oriental que dice: «Nadie pone más en evidencia su torpeza y mala crianza, que el que empieza a
hablar antes de que su interlocutor haya concluido». Saber hablar es un arte que implica, a su vez,
saber escuchar. Saber articular
adecuadamente la palabra y estar atento a la que el interlocutor pronuncia, es un ejercicio que exige esfuerzo,
sensibilidad y sabiduría del corazón.
El arte
de saber escuchar
Escuchar no es lo mismo que oír. Al cabo del
día se oyen muchas cosas, pero se escucha
poco, apenas prestamos atención a lo que dicen los demás, olvidando que la atenta y amable escucha es la
base del genuino diálogo. Sin capacidad
de escucha, de atención al otro, el diálogo queda bloqueado. Si todos queremos hablar a la vez y nadie escucha
las razones del otro, no hay diálogo,
solamente «monólogos yuxtapuestos» estériles y hasta ridículos. Únicamente cuando uno es capaz de escuchar al
otro, abre la puerta para que el
interlocutor pueda comunicarse con él. Y precisamente esta intercomunicación, hecha de escucha respetuosa
y de habla adecuada, es la
esencia
del diálogo.
El justo equilibrio entre saber escuchar y
saber hablar produce el milagro del diálogo. Y de verdad el diálogo es un
milagro de armonía, de respeto y de sinceridad
que posibilita la convivencia pacífica. Si
dialogáramos más y mejor, nuestra sociedad cambiaría radicalmente y poco a poco iría adquiriendo un rostro más
humano. Nuestra sociedad, hoy, presenta
un aspecto hosco y crispado porque en ella
falla el diálogo. El problema generacional, por ejemplo, se agudiza porque en ambas partes (padres, hijos) hay poca
capacidad de escucha. Creceremos en
humanidad en la medida en que sepamos dialogar y convivir en paz, trabajando juntos en la
construcción del bien común. Es cierto
que a veces hay personas que no hablan porque no saben qué decir o porque resulta más cómodo no decir
nada. Pero hoy día el defecto más
generalizado es precisamente el contrario: la inflación de palabras, la «incontinencia verbal» de las personas que
siempre hablan y nunca escuchan. Extraña
enfermedad que consiste en no escuchar y sólo hablar, hablar por vicio, sin atender por dónde va la
conversación e interrumpiendo no pocas veces la palabra del otro. Es una
especie de patología psicológica que pone muy nervioso al interlocutor. El diálogo exige una actitud silenciosa de
escucha atenta. El escritor francés
Joseph Joubert afirma: «Si queréis hablar a alguien, empezad por abrir los oídos». Solo una actitud de escucha atenta
hace fecunda la palabra que podemos
brindar a nuestro interlocutor. Es difícil poder decir algo válido al que dialoga con nosotros si antes no abrimos de
par en par nuestros oídos para escucharle.
Saber escuchar, hoy, es más importante
que saber hablar. Exige dominio de
uno mismo. Es
un arte y
un gesto de
sabiduría. Es verdad
que el diálogo está hecho de palabra y de escucha,
pero lo que más suele fallar es la escucha.
Escuchar es una actitud difícil porque implica atención al interlocutor,
esfuerzo por captar su mensaje y comprensión del mismo. Los que solo hablan sin
escuchar entorpecen el diálogo y se empobrecen en un monólogo egoísta y fastidioso que no
conduce a nada.
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